miércoles, 15 de abril de 2015

La Iglesia católica y sus crímenes contra la Humanidad

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La Iglesia ha aplicado siempre la pena de muerte a sus enemigos ideológicos y morales: todos sus herejes. Sólo en aplicación de esta pena, los asesinatos religiosos pueden contarse por cientos de miles. ¿Ha renunciado la Iglesia a la aplicación de esta pena en alguno de sus documentos? ¿Dónde?¿Cuándo?
Si de cadáveres hablamos, señores obispos y cardenales, tendremos que hablar de los millones que el clero, la corporación sagrada de la que ustedes forman parte, asesinó, ininterrumpida e incansablemente, durante más de catorce siglos. ¿Recuerdan cuantos miles de ellos y ellas fueron incineradas en sus hogueras? O ¿cuántos murieron en sus batallas bajo el signo de la cruz? Por dónde quieren que empecemos a contar por el final, la IIª Guerra Mundial, o por el principio bíblico, el asesinato por el que Moisés se vio obligado a huir para reaparecer bajo la protección de su nuevo dios, Yavé?
El clero católico que, como fantasmas perdidos entre las ruinas de un castillo medieval, pasea sus miserias, el voto de castidad y el de obediencia, con el mismo orgullo, arrogancia y soberbia con el que un general mongol, nazi o franquista exhibe sus medallas, méritos de guerra, de cada una de las cuales cuelgan los miles de cabezas de sus víctimas, el clero católico, alimentado como un vampiro, con la sangre de sus muertos, sin cuyo alimento hace siglos que habría dejado de existir; el clero católico, hijo de la crueldad bíblica, como no puede ser de otra manera en aquellas personas que, tras renunciar al placer y a la libertad de conciencia, jurando castidad y obediencia, convirtiendo su vida en un voluntario infierno patológico, necesitan sublimar estas  estructurales carencias humanas por placeres monstruosos, sadomasoquistas, utilizando la crueldad para calificar de asesinas a las mujeres que abortan, sin su licencia canónica, porque con su licencia siempre han abortado las princesas.
Hay que ser mujer para poder ser asesino de no nacidos y no guerrero, porque éstos asesinan en nombre de dios bajo su estandarte, con su bendición y cumpliendo su sagrada misión de machos. Misión que les autoriza a matar a todos sus enemigos en un gesto heroico. Porque por eso son hombres, porque pueden matar, sin necesidad de tener que parir, ni tenerse que sentir culpables. El oficio de matar es un sagrado privilegio del macho. El de abortar un crimen femenino. Porque parir es cosa de mujeres.  Ya fueron condenadas por el dios bíblico a parir y con dolor porque el sufrimiento y la sangre excitan, hasta el éxtasis, a su dios.
En la comedia “Ifigenia en Áulide”, Eurípides hace decir a Clitemnestra, esposa de Agamenón, quien iba a sacrificar a su propia hija a la diosa Artemis para satisfacerla: “Sea, sacrifica a nuestra hija, y ¿qué oración elevarás durante este sacrificio? ¿Qué favor pedirás al dios al degollar a tu hija? ¿Acaso un retorno funesto después de partida tan infame? ¿Y qué es lo que, en justicia, yo debo pedir por ti ¿No es considerar a nuestros dioses insensatos pedirles que sean benévolos con los asesinos? Cuando regreses a Argos ¿te lanzarás al cuello de tus hijos? No, esto no podrás hacerlo. ¿Cuál de ellos osaría levantar los ojos hacia ti? ¿Para que lo abrazaras y lo asesinaras?
¿Cuántos contables necesitaremos para contabilizar los asesinados, mujeres, niños y hombres, en nombre del dios bíblico y neotestamentario? ¿Cuánto tiempo necesitaremos para contarlos? En “Números” XIV Yavé habló a Aarón, diciendo: “¿Hasta cuándo voy a estar oyendo lo que contra mí murmura esa turba de depravados, las quejas contra mí de los hijos de Israel? Ninguno entrará en la tierra que con juramento os prometí por habitación. En este desierto yacerán vuestros cadáveres. Vuestros hijos errarán por el desierto cuarenta años hasta que vuestros cuerpos se consuman. En este desierto se consumirán; en él morirán”.
Y por si no quedara satisfecho con el penoso peregrinar al que condena a su propio pueblo, elegido por él,  arrebatado por la ira que necesitaba satisfacer descargándola contra alguien, aprovechó el paso del mar Rojo para sepultar en sus fondos a miles de egipcios. En el mismo libro bíblico “Números” VII, 16, añade: “Devorarás a todos los pueblos que Yavé, tu dios, va a entregarte. Tus ojos no los perdonarán”…Y en XX remata: “La sitiarás y, una vez tomada, pasarás a todos los varones al filo de la espada, pero las mujeres, los niños, los ganados y cuanto haya en la ciudad, todo será botín que tomarás para ti y podrás comer los despojos de tus enemigos, que Yavé, tu dios, te da. En las ciudades de las gentes que Yavé, tu dios, te da por heredad, no dejarás con vida a nadie de cuantos respiran”. En XXXI Moisés, aterrorizado por el miedo a Yavé, su dios, se irrita con los guerreros israelíes porque no han asesinado a toda una población, gritándoles: “Por qué habéis dejado la vida a las mujeres? Matad a todas las que han conocido lecho de varón y a todos los niños”. Y no sigo porque cualquiera puede consultar la Biblia, en cualquier versión, en Internet.
Me ha parecido necesario hacer una breve presentación del carácter del dios católico para que a nadie le extrañe que, cuando nos pongamos a contar las víctimas causadas por este dios, para satisfacer su sed y para su gloria, a nadie le extrañe que la crueldad está indivisiblemente asociada a la construcción y supervivencia de la Iglesia católica. Con ese dios nada es imposible. Podíamos empezar a contar sus víctimas al finalizar la Segunda Guerra Mundial porque sería más que suficiente para satisfacer la sed de dios, pero hasta llegar aquí, no sería justo olvidar los otros millones de víctimas, que la Iglesia católica necesitó inmolar, sacrificar, incinerar a su dios para edificarse sobre sus cadáveres.
Y puesto que ellos tienen la arrogancia de santificar a sus mártires y construir con sus muertos su memoria histórica para no olvidar nunca que todos somos sus enemigos y sus potenciales víctimas, es cuestión de tiempo, será de justicia contabilizar, aunque sea muy someramente, los millones de muertos que cayeron bajo el signo triunfante de la Cruz.
La Iglesia católica, como las demás religiones monoteístas, tiene la especial debilidad histórica y política de asociar su suerte a la de los monarcas y dictadores, emperadores y sátrapas que han gobernado el tiempo histórico degollando a todos los enemigos de Yavé. La Iglesia tiene la teoría de que todo poder viene de dios y que los que gobiernan lo hacen porque han sido puestos por dios, por intermedio de la Iglesia, y bajo su autoridad espiritual y política. Gelasio I, papa en el siglo V, elaboró la teoría, llamada de las “dos espadas”. Ya enunciada por Pablo de Tarso cinco siglos antes.
La espada militar y política, la del verdugo que corta cabezas, está a las órdenes de la espada clerical. Por tanto, todos los crímenes cometidos contra la Humanidad por la espada del verdugo deben atribuirse a la mano espiritual que la mueve: la Iglesia. A veces, muchas veces, la Iglesia, por ser ella misma una corporación con poder militar y espiritual, no ha necesitado de otros poderes para degollar e incinerar por su propia mano a sus enemigos.
Conozcamos algunos de estos monarcas y emperadores que, además de asesinos contra la Humanidad, fueron proclamados santos por la Iglesia católica. El emperador Constantino I el Grande, elevado a la santidad por los cristianos. Una de sus hazañas, que le dio la victoria sobre Majencio, la de Puente Milvio, la inició bajo el emblema “Con este signo vencerás”, el signo era la cruz de Cristo, pintada en los escudos de sus soldados. Satisfecho con el dios católico entregó en donación al papa Silvestre I un hermoso palacio que debía transformar en Iglesia para dar gloria a dios. Legalizó a los cristianos y se pasó el resto de su reinado persiguiendo a los paganos. A tos los miles de habitantes del Imperio que no se sometían al nuevo y único dios del Imperio y del emperador.
He aquí la manera de difundirse y consolidarse el cristianismo, por la mano ensangrentada. Este mismo emperador convocó e impuso la doctrina del “credo” en el primer concilio de Nicea para terminar con los arrianos, que fueron perseguidos y uno por uno degollados. La Iglesia se convertía, como siglos después hará con Mussolini, en el instrumento de control de los súbditos del emperador, como garantía de la unidad política del Imperio.
Otro emperador, Teodosio I, el grande, también elevado a los altares, y con razón, hizo del cristianismo la única religión oficial. La religión del Estado. Automáticamente todas las milenarias religiones fueron declaradas ilegales, sus fieles perseguidos y asesinados y sus templos y riquezas transferidos a la Iglesia católica. La biblioteca de Alejandría fue destruida y los cristianos ocuparon los cargos públicos que habían estado en manos de las otras milenarias religiones. Teodosio I tenía la habilidad de publicar “decretos” para destruir a los no cristianos.
Otro emperador, Carlomagno, se asoció a la Iglesia e hizo de ésta su instrumento de control y unificación política de los súbditos de su imperio. Bajo el signo de la cruz conquistó a todos sus enemigos y los del papa, lombardos, sajones, bávaros, eslavos, ávaros, y a los que no convirtió los degolló. El papa le coronó emperador por la” gracia de dios”. El mismo título que daría a Franco, siglos después como “Caudillo de España, por la Gracia de Dios”. La memoria de la Iglesia es un fantasma de siniestros recuerdos. Carlomagno es santo. A Franco aún no lo han santificado pero rezaban por su salud y eterna vida todos los días en todas las misas. A los que lucharon al lado de Franco y bajo el signo de la cruz, sí los van santificando por oleadas anuales. Su memoria no perdona a sus enemigos.
Sin salirnos de la Edad Media, la edad orada de la Iglesia y la teología, durante varios siglos el clero estuvo provocando y desencadenando constantes guerra y no sólo contra los herejes. Provocó la guerra de las investiduras. Convocó las cruzadas contra el Islam para conquistar lo que ellos llaman “tierra santa”. En el concilio de Clermont, 1095, el papa Urbano II pronunció esta beligerante proclama bajo el titular “Dios lo quiere”: “Quienes lucharon antes en guerra privadas entre fieles, que combatan ahora contra los infieles y alcancen la victoria en una guerra que ya había de haber comenzado; que quienes hasta ahora fueron bandidos, se hagan soldados; que los que antes combatieron a sus hermanos, luchen contra los bárbaros”. Recordaremos estas palabras cuando Franco se subleve contra la República.
En esos la esterilidad intelectual, filosófica, literaria y científica, el dominio absoluto de la teología, se explica no en la falta de librepensadores sino en que éstos fueron calificados de herejes, condenados, perseguidos e incinerados en las miles de hogueras que iluminaban, amenazantes, todos los caminos de Europa. Judíos, herejes, brujas, librepensadores, lolardos, husitas, bequinas, begardos…fueron asesinados bajo el signo de la cruz.
Y la masacre continuó durante el Renacimiento y siglos posteriores. Ahora los enemigos de la Iglesia y del Emperador eran los luteranos, calvinistas, anglicanos, anabatistas, melchoritas… dos siglos de guerras sucesivas, de intrigas y asesinatos por los pasillos de los palacios y catedrales y en las siniestras calles de las renacientes ciudades. Que se podían haber evitado si la Iglesia católica y romana hubiera aceptado el derecho a la libertad de conciencia y el que, ahora ellos reivindican como propio, de libertad religiosa.
La respuesta del papa a la libertad religiosa no sólo fue condenarla sino perseguir a los herejes hasta la muerte. En 1542 el papa Paulo III publicó la bula “Licet ab inicio” reorganizando el Santo Oficio de la Inquisición en Roma, centralizando en ella la jurisdicción sobre toda la cristiandad occidental. Eso significaba que imponía su jurisdicción sobre todo el que viviera en Europa fuera luterano, calvinista, anabatista, anglicano…Se le dio poderes para ocuparse de todos los herejes y de sus protectores para perseguirlos, condenarlos y ejecutarlos. Sólo en Francia fueron quemaron miles de herejes.
La justificación ya la había dado siglos antes Santo Tomás de Aquino quien comparaba a los herejes con los monederos falsos y a la herejía con la traición y, por analogía, sostenía que si estos delitos, que amenazaban la seguridad del cuerpo y de los bienes materiales, se podían penar con la muerte, tanto más debía serlo el pecado de los que ponían en peligro las almas.
La tesis presuponía una serie de postulados como: que la verdad se encuentra exclusiva y enteramente formulada en el sistema dogmático de la Iglesia; que todos los demás sistemas no sólo están en el error, sino que este error es peligroso ya que la aceptación de la verdadera doctrina es el único medio de salvación; que la aceptación de esta verdad es un acto irreversible, ya que una vez que ha sido recibida no puede ser ignorada, sino solamente perversamente negada; que por ser la Iglesia una comunidad orgánica, la defección de cualquier miembro de ella ofende a toda la corporación…
La masacre y la miseria se podían haber evitado porque la Iglesia y su Emperador fueron de victoria en victoria hasta la derrota final. El Emperador Carlos V tuvo que admitir, tras grave derrota, el derecho de los príncipes y sus pueblos a la libertad religiosa, paz de Habsburgo, 1555. Pero la guerra continuó porque ni la Iglesia ni los Habsburgo estaban dispuestos a darse por vencidos.
En Francia las guerras de religión entre católicos y hugonotes, que se resolvía con varias masacres, bajo el signo de la cruz, se podrían haber evitado si los católicos hubieran aceptado, sencillamente, la libertad de conciencia y la libertad religiosa.
La Iglesia ha aplicado siempre la pena de muerte a sus enemigos ideológicos y morales: todos sus herejes. Sólo en aplicación de esta pena, los asesinatos religiosos pueden contarse por cientos de miles. ¿Ha renunciado la Iglesia a la aplicación de esta pena en alguno de sus documentos? ¿Dónde?¿Cuándo?
Se necesitaron otros cien años de crímenes y miserias para que, al final, arruinada Europa y en una profunda crisis demográfica, se impusiera, aunque no se aceptara por el clero católico, la libertad religiosa en la paz de Wesfalia. Europa había quedado fragmentada religiosamente en naciones independientes.
Sin embargo, los cientos de miles de muertos causados por la ambición del clero católico, con su papa a la cabeza, no fueron suficientes para saciar su voluntad de poder. Mientras tanto, la conquista de América, bajo el signo de la cruz, donde vivían unos 12 millones de indios nativos, perdieron la vida, asesinados, por enfermedad o por trabajar en las minas, más de seis millones de indios. La Iglesia fue la principal beneficiaria entonces y hoy día. Se benefició con el oro y la plata y con la apropiación de las tierras. ¿Acaso la Iglesia que bendijo la conquista y se beneficio de ella no es responsable de los crímenes cometidos contra la Humanidad?
A finales del siglo XVIII, la Revolución francesa confirmaba la derrota espiritual de la Iglesia, a partir de ese momento el clero no dejó de convocar cruzadas para destruir las conquistas de la libertad. A una revolución seguía una contrarrevolución. En el Estado monárquico español una constitución anticlerical era destruida por otra clerical y cuando no era posible imponer la voluntad del clero, éste, armado hasta los dientes se echaba a las trincheras y organizaba ejércitos papales. Algo parecido ocurrió en Francia donde necesitaron de otro emperador, en este caso del nieto de Napoleón para imponer la religión a todos los franceses.
Las “guerras carlistas”, como la guerra de la independencia, fueron guerras organizadas, dirigidas y santificadas por el clero. Las “guerras carlistas” fueron una guerra civil, provocada por el clero católico. Por ejemplo, el canónigo Echeverría, confesor del rey Carlos, fue nombrado por éste comandante general y Jefe del estado Mayor carlista. Galdós describe brillantemente la mentalidad del clero en algunos de sus “Episodios nacionales”, como “Los apostólicos”, “Un faccioso más y algunos frailes menos”, “Vergara”… Volveremos a ver repetida estas experiencias en la “guerra civil” española,
Porque antes, el papa Pío XI firmó el “Tratado de Letrán” con Mussolini, quien llegó al Poder, sin el apoyo de los italianos, con el solo apoyo del monarca, del ejército, de la alta burguesía y del papa. Su misión era destruir a los trabajadores, socialistas o comunistas, porque amenazaban el orden clerical-capitalista y agrario. Mussolini fue santificado por este papa con el calificativo de “hombre providencial” para la Iglesia católica.
Desde ese momento, el catolicismo fue la única religión del fascismo. La ideología del fascismo y su conciencia de clase dominante como se dejó constar en dicho “Tratado”. La Iglesia tenía el control absoluto de la enseñanza e imponía su moral a todos los italianos. La moral del fascismo era la moral cristiana. El fascismo, bendecido por el papa, invadió Etiopía y asesino a cientos de miles de sus naturales a los que, como si se tratara de un deporte, gasificó. Mientras el papa ponía sus divisiones clericales al servicio del Ejército fascista.
Lo mismo ocurrió en Portugal, en Austria, en España y se iría contagiando por todas las repúblicas americanas donde, bajo el signo de la cruz, los dictadores, al servicio de la Iglesia y del nuevo emperador norteamericano, masacraban a las poblaciones. Y las siguen masacrando, cuando aún queda algún anticlerical por masacrar.
Antes, la guerra civil española fue preparada por el papa en persona. Pío XI desde su nuevo Estado, creado por el fascismo, dirigió a la derecha clerical española la encíclica “Dilectísima novis”, en la que les exigía, porque los papas exigen como los generales, ni si quiera someten a consideración de sus súbditos sus propuestas, les exigió que conquistaran el Poder de la República para deshacer toda la legislación revolucionaria e imponer la doctrina cristiana. Exactamente lo mismo que está haciendo hoy en Partido Popular ante la sonrisa complaciente de los tontos inútiles de algunas bancadas confundidas como progresistas.
El Vaticano organizó la CEDA, Confederación Española de Derechas Autónomas, ganó, con el voto femenino, las elecciones de noviembre de 1932, y los gobiernos clericales desmontaron todas las conquistas ideológicas, morales, políticas y sociales que tuvieron tiempo de desmontar hasta que, después de la revolución de Asturias, acabaron perdiendo las elecciones en beneficio del Frente Popular.
Eso no estaba dispuesto a consentirlo el papa. Y en el momento de sublevarse el muy católico Franco, bajo el signo de la cruz, el 23 de Noviembre de 1936, el cardenal arzobispo de Toledo, Gomá, en un declaración sobre la Guerra Civil española afirmó: “Nos place hacer el honor debido a los Obispos y fieles de muchas naciones que por nuestro conducto han querido expresar al pueblo español su admiración por la virilidad, casi legendaria, con que gran parte de la nación se ha levantado para librarse de una opresión espiritual que contrariaba sus sentimientos y su historia, al par que algunas de ellas socorrían con largueza nuestras necesidades creadas por el terrible azote. Es la expresión del vínculo de caridad cristiana que, como une entre sí a individuos y familias y los acerca más en días de tribulación, así lo hace en este orden del internacionalismo católico, en que todos formamos el gran cuerpo místico cuya Cabeza es Jesucristo, nuestro Padre y Señor.
…Esta cruentísima guerra es, en el fondo, una guerra de principios, de doctrinas, de un concepto de la vida y del hecho social contra otro, de una civilización contra otra. Es la guerra que sostiene el espíritu cristiano y español contra este otro espíritu, si espíritu puede llamarse, que quisiera fundir todo lo humano, desde las cumbres del pensamiento a la pequeñez del vivir cotidiano, en el molde del materialismo marxista. De una parte, combatientes de toda ideología que represente, parcial o integralmente, la vieja tradición e historia de España; de otra, un informe conglomerado de combatientes cuyo empeño principal es, más que vencer al enemigo, o, si se quiere, por el triunfo sobre el enemigo, destruir todos los valores de nuestra vieja civilización.
…Lo que sí podemos afirmar, porque somos testigos de ello, es que, al pronunciarse una parte del ejército contra el viejo estado de cosas, el alma nacional se sintió profundamente percutida y se incorporó, en corriente profunda y vasta, al movimiento militar; primero, con la simpatía y el anhelo con que se ve surgir una esperanza de salvación, y luego, con la aportación de entusiastas milicias nacionales, de toda tendencia política, que ofrecieron, sin tasa ni pactos, su concurso al ejército, dando generosamente vidas y haciendas, para que el movimiento inicial no fracasara. Y no fracasó –lo hemos oído de militares prestigiosos– precisamente por el concurso armado de las milicias nacionales.
Meses después, toda la jerarquía española encabezada por el papa difundía a los cuatro vientos estas mismas palabras de Gomá en el documento “Carta colectiva de 1937”. En esta carta se calificó de “Cruzada” la sublevación del fascismo español contra la República.
En 1975, un mes después de muerto Franco, el cardenal Tarancón en la XXIII Asamblea plenaria del episcopado, 15 de diciembre de 1975, calificaba a Franco de: “Una figura auténticamente excepcional (Franco) ha llenado casi plenamente una etapa larga – de casi cuarenta años – en nuestra Patria. Etapa iniciada y condicionada por un hecho histórico trascendental – la guerra o cruzada de 1936 – y por una toma de postura clara y explícita de la jerarquía eclesiástica española con documentos de diverso rango, entre los que sobresale la Carta Colectiva del año 1937…Y quiero decir ahora que, prescindiendo del estilo personal de aquella Carta Colectiva, que descubría fácilmente a su autor (se refiere al cardenal Gomá)  , el contenido de la misma no podía ser otro en aquellas circunstancias históricas. La jerarquía eclesiástica española no puso artificialmente el nombre de Cruzada a la llamada guerra de liberación: fue el pueblo católico de entonces, que ya desde los primeros días de la República se había enfrentado con el Gobierno, el que precisamente por razones religiosas unió Fe y Patria en aquellos momentos decisivos. España no podía dejar de ser católica sin dejar de ser España.”
“Pero esta consigna que tuvo aires de grito guerrero y sirvió indudablemente para defender valores sustanciales y permanentes de España y del pueblo católico, no sirve para expresar hoy las nuevas relaciones entre la Iglesia y el mundo, entre la religión y la Patria, ni entre la fe y la política”. La capacidad de la Iglesia para apoyar a los criminales y cuando éstos caen, víctimas de sus crímenes contra la Humanidad, salir huyendo por los pasillos secretos de los palacios como si con ellos no fuera nada, es una habilidad que nuestra clase política e intelectuales de izquierdas no acaban de entender. Ni de enterarse. Pero son así, dobles. Y por eso siempre renacen sobre las cenizas de sus viejos aliados.
Quiero terminar, con el ejemplo de la Segunda Guerra Mundial. Hubo unos 55 millones de muertos, 35 millones de heridos y 3 millones de desaparecidos. Europa quedó sepultada bajo los escombros. En esta guerra el bando católico y en parte luterano, estuvo representado por el Estado vaticano, aliado del  Estado fascista italiano y el Estado nazi alemán, que había firmado un concordato con el Vaticano. Otros dictadores católicos, sin participar en la guerra, simpatizaron con el bando beligerante. El Estado fascista portugués, católico, el Estado fascista español, católico.
Esta guerra fue una guerra ideológica en el mundo occidental porque en ella se debatían los valores cristianos, defendidos en la cruzada española, y los valores progresistas, humanos y democráticos, defendidos por los aliados antifascistas. ¿No tiene ninguna responsabilidad en estos millones de muertos una Iglesia que ha bendecido a los dictadores con su colaboración y participado a mantener esos Estados bajo sus dictaduras, gracias a que ella era en todos o en parte, Alemania, la fuente ideológica de esos estados beligerantes.
El papa Pío XII en sus proclamas anticomunistas exigiendo la movilización de las naciones y los pueblos contra el comunismo y excomulgando a quienes votaran a partidos que no fueran católicos ¿no bendijo los crímenes? que contra la Humanidad cometieron Hitler, Dollfuss, Mussolini, Franco, Salazar, Perón, Pinochet…etc., curiosamente todos católicos. Y la Iglesia católica que en América española, en el Congo, Ruanda, Filipinas…etc., vive aliada a los dictadores que no dejan de cometer crímenes contra la Humanidad y mantienen en la absoluta miseria económica a los habitantes de todas estas repúblicas, ¿acaso no es cómplice necesaria en la comisión de esos crímenes? ¿Acaso los príncipes de la Iglesia, obispos y cardenales, no viven en palacios desde los que contemplan esos crímenes?
Tarancón al menos reconoció esa complicidad asesina, de la que la Iglesia católica española aún no se ha arrepentido. Más bien al contrario, ha desenterrado un lenguaje “guerracivilista” con el que vuelve a las andadas de imponer su religión, contra la Humanidad, ahora contra los españoles. Desde el Estado Vaticano, ese harén de eunucos, la voluntad de Poder del clero siempre será una amenaza contra las libertades y contra la vida de cualquier ser humano que no se someta a su voluntad. Esa es su vida, la de la Iglesia. Esa es su Historia. De la sangre, como los vampiros, se alimenta. Y como los vampiros, espera protegida en las sombras de la noche su oportunidad para destruir, sin contemplaciones, a sus enemigos. Eso sí, con una sonrisa.
¿Cuántos millones de asesinados por estos criminales no son responsabilidad directa e ineludible de una Iglesia católica que, desde sus orígenes institucionales hasta hoy, los ha bendecido, los ha organizado, los ha justificado y los ha guiado bajo el “signo de la Cruz” para su mayor gloria y la de su dios? ¿No se siente la Iglesia católica responsable necesario de haber fomentado todas estas guerras y de sus consecuencias? Sólo la de España, tan del gusto de los príncipes de la Iglesia, obispos y cardenales, que no dejan de rememorar santificando a “sus” mártires un año sí y el otro también, fue de un millón de muertos. Ellos sí tienen derecho a la memoria. Para los demás, los cientos de miles que les acusan con el dedo, exigen, arrogantemente, el olvido.
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