Desde el principio de los tiempos el hombre ha habitado en la naturaleza, compitiendo por sus recursos con el resto de animales. En la antigüedad, esta competencia sólo tenía una solución: la muerte de la alimaña que arrebataba la comida, o incluso la vida, al hombre.
Antiguamente, esto no era entendido como una forma de caza, sino simplemente como una necesidad básica, una forma de acabar con los animales considerados nocivos. Y, entre todos ellos, hubo uno situado en el punto de mira del hombre, en todas las épocas y lugares: el lobo. Pero aunque al lobo se le declaró una guerra sin cuartel, no fue el único.
En 1542, Carlos I dictó la primera ley sobre caza de predadores de la que existe referencia. En esta época la caza era un privilegio reservado a la nobleza, pero el rey no dudó en permitir que cualquier persona participara en batidas para exterminar a los lobos. Esta ley fijó una norma, vigente durante más de 400 años: la recompensa económica para aquellos que mataran una alimaña. Así surgieron los primeros alimañeros cazarrecompensas.
En el siglo XVIII, las cacerías de alimañas empezaron a utilizarse como excusa para abatir otras piezas, de mayor provecho gastronómico, a las que los aldeanos no podían acceder de otra manera. Esto provocó el enfado de Carlos IV, que en 1795 dictó una ley con la que se ponía fin a esta práctica. Ordenó el exterminio de lobos y zorros pero sin batidas ni monterías. Para evitar que disminuyese la persecución contra estos animales, estableció el pago de 8 ducados por cada lobo, 16 si era hembra, 24 si la apresaban con la camada y otros 4 por cada lobezno. También se pagaban 20 ducados por cada zorro y 8 por cada cría.
Al llegar la Guerra de la Independencia (1808-1814), se inicia un periodo de inestabilidad que permite retomar la costumbre de celebrar batidas, pese a estar prohibidas. Sin embargo, en 1834 se publica un real decreto en el que se insiste en la prohibición de esta práctica. Esta nueva normativa ampñía la lista de animales dañinos y al lobo y al zorro se les unen la garduña, el gato montés, el tejón y el turón. Se sigue pagando por cada animal muerto, pero se establece que el alimañero debe entregar las orejas y los rabos de los cánidos y las pieles del resto de animales. De esta forma se evita la picaresca de algunos cazadores, que presentaban el mismo animal muerto en diferentes pueblos, cobrando varias veces la recompensa por la misma pieza.
En 1902 se publicó una nueva Ley de Caza. A la lista de alimañas se añaden nuevas especies, como el lince o las águilas. Así, se incentivó la figura de los alimañeros, personas extremadamente pobres que viajaban de pueblo en pueblo atrapando predadores y que, además de la recompensa, obtenían la limosna de la población.
En 1953 el Ministerio de Agricultura dictó un decreto conocido popularmente como "ley de alimañas". En él se ordenaba la creación de juntas provinciales de extinción de animales dañinos. Su función consistía en acabar con los animales a través de la figura del alimañero, oficializada por primera vez, dotándole de cierto reconocimiento social. Además de la recompensa, la Administración les facilitaba medios, como el veneno, para que pudiesen realizar mejor su trabajo. Las consecuencias de esta forma de exterminar no se hicieron esperar.
Afortunadamente, en la década de 1970, y cuando se estaba cerca de conseguir la total extinción de algunas especies, empezó a cambiar la forma de pensar de la sociedad y se publicó una nueva Ley de Caza en la que se introdujo por primera vez el concepto de "especie protegida". Del mismo modo, se retiró la recompensa económica por matar especies dañinas y desaparecieron las juntas provinciales de extinción, acabando también con la figura del alimañero.
Finalmente, España tuvo que adaptar su legislación a las leyes europeas, y una vez integrada en la U.E, acatar las diferentes directivas sobre la materia.
Fuente:
Jara y Sedal. Alimañas... y alimañeros
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