Las pruebas de la existencia del cielo:
La muerte es una frontera epistemológica, un poco de la misma forma que un agujero negro, en tanto a que es difícil (o algunos consideran imposible) extraer información de ella. Como un túnel de la conciencia del cual no podemos regresar –más allá del olvido que presupone la teoría de la reencarnación o de los torpes balbuceos de la fantasmagoría– la muerte se presenta como el máximo enigma de la existencia: el silencio en un universo hecho de información donde todo habla. Sin embargo, tal vez algunas personas puedan cruzar está frontera y regresar para contar –el secreto que no debe ser revelado. Esto es, morir por un momento –pero no morir– para ver lo que le sucede a la conciencia sin el cuerpo.
Después de estas introducción en la que Alexander busca justificar dentro de
un paradigma epistemológico su experiencia siguen las mieles de una poética
descripción de sus visiones de ultramundo. Reminiscencias de las visiones de
Dante, Blake y Swedenborg y por momentos también de los cielos modernos
visitados por psiconautas bajo la influencia de sustancias psicodélicas como el
DMT (generado naturalmente en el cerebro humano y según algunos especialmente
durante el momento del nacimiento y de la muerte).
Vemos aquí indudables imágenes simbólicas, recurrentes como arquetipos del
subconsciente colectivo. La mariposa ligada al vuelo del alma (desdoblamiento de
la diosa Psique). La mujer, divina guía (madre, hermana y esposa) que en Dante
cristalizó el sueño celeste; alquimia también de la polaridad que permite
acceder a las dimensiones sutiles.
Ángeles guardianes y pregoneros de una nueva y más alta realidad: transparentes puesto que son extensiones del cuerpo divino que mantiene su unidad en la luz. Asimismo, como suelen desvelar las visiones del DMT, una clara noción del espacio fractal: las alas de la mariposa están hechas de miles de mariposas. Una descripción rica en símbolos y en referencias culturales, que, por otro lado, quizás ante el asombro, no conserva mucho rigor científico, suponiendo la realidad de algo solamente por la fuerza y claridad con la que se siente.
Y aquí es que regresamos a esa escisión fundamental entre la razón y la emoción, entre aquello a lo que accedemos a través de lo meramente intelectual y aquello a lo que accedemos usando el sentimiento (acaso todos los sentidos en uno). Generalmente se considera que aquello avalado por el edificio de la razón se acerca con mayor fuerza a lo “verdadero”, pero esto ocurre solamente desde el frío promontorio del análisis a posteriori, la experiencia a casi todos nos dice que lo que sentimos se acerca más a la verdad que lo que pensamos: al menos tiene mayor fuerza, una fuerza inefable.
El viaje transceleste continúa:
Eben Alexander, después de dejarse transportar por la riqueza descriptiva, intenta explicar científicamente lo sucedido:
El Dr. Eben Alexander, presenta “evidencia” de la vida después de la muerte, quien después de sufrir una experiencia cercana a la muerte, en la que su cerebro dejo de funcionar, ha regresado al mundo convencido de que existe una dimensión espiritual superior y de que la conciencia no depende del cerebro, existe más allá del cuerpo y de la muerte.
“Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?”, Samuel Taylor Coleridge.Las experiencias cercanas a la muerte son uno de los campos de investigación más interesantes de la neurociencia. En ellos se escinde una perspectiva dualista de la vida: para la mayoría de los científicos son un fenómeno que puede explicarse perfectamente a través de la física (la divinidad y lo espiritual es una experiencia conceptual generada por el cerebro); pero las personas que han experimentado estos encuentros cercanos con la muerte, acaso arrasados por la fuerza intransferible de la experiencia, poco escuchan las voces calificadas de los hombres de bata blanca y, seducidos por la belleza de sus visiones, prontamente afirman una realidad espiritual más allá de la muerte.
La muerte es una frontera epistemológica, un poco de la misma forma que un agujero negro, en tanto a que es difícil (o algunos consideran imposible) extraer información de ella. Como un túnel de la conciencia del cual no podemos regresar –más allá del olvido que presupone la teoría de la reencarnación o de los torpes balbuceos de la fantasmagoría– la muerte se presenta como el máximo enigma de la existencia: el silencio en un universo hecho de información donde todo habla. Sin embargo, tal vez algunas personas puedan cruzar está frontera y regresar para contar –el secreto que no debe ser revelado. Esto es, morir por un momento –pero no morir– para ver lo que le sucede a la conciencia sin el cuerpo.
Existen miles de relatos
que sugieren una especie de campo arquetípico que se activa al coquetear con la
muerte –en la suspensión de las funciones corporales–; pero quizás ninguno ha
cobrado la importancia (y polémica) que la que ha presentado recientemente el
neurocirujano de la Universidad de Harvard, Eben Alexander. El Dr. Alexander ha
escrito un libro Proof of Heaven: A Neurosurgeon’s Near Death Experience and
Journey into the Afterlife y una versión condensada de su experiencia ha
sido destacada
en la portada de Newsweek (una de las últimas ediciones impresas de esta
emblemática revista). Lo extraordinario del caso, evidentemente, es que vemos a
un científico reconocido dentro del mundo de la academia decantarse sin titubeos
por una explicación metafísica de las experiencias cercanas de la muerte. Y
aunque en ocasiones es un tanto snob e inmerecido otorgar un valor añadido a lo
que dice una persona –sólo por estar legitimado por un sistema de conocimiento
como la ciencia–, lo cierto es que solemos darle una mayor relevancia a las
palabras de alguien como el Dr. Alexander que a las de, por ejemplo, una vieja
mujer religiosa de algún pueblo del Medio Oeste de Estados Unidos que dice haber
visto a Dios en los segundos en los que su corazón se detuvo.
La narración del Dr. Alexander inicia justamente
dirigiéndose a los escépticos:
Como neurocirujano, yo no creía en el fenómeno de
experiencias cercanas a la muerte. Entiendo lo que le sucede al cerebro cuando
una persona está cerca de la muerte, y siempre creí que existía una explicación
científica adecuada para las visiones celestiales extracorporales descritas por
aquellos que estrechamente escaparon de la muerte.
En el otoño del 2008, sin embargo, después de 7
días en coma en los que la parte humana de mi cerebro, el neocórtex, estaba
desactivado, experimenté algo tan profundo que me otorgó una razón científica
para creer en la conciencia después de la muerte.
Todas los argumentos principales en contra de las
experiencias cercanas a la muerte sugieren que estas experiencias son el
resultado de un mínimo, transitorio o parcial malfuncionamiento del córtex. Mi
experiencia cercana a la muerte, sin embargo, no sucedió cuando mi córtex estaba
malfuncionando, sino cuando simplemente estaba apagado. Según nuestro
entendimiento actual de la mente y del cerebro, no existe de ninguna manera
forma en la que podría haber experimentado incluso la más mínima y oscura
conciencia durante mi coma, mucho menos la odisea coherente e hipervívida que
atravese
.
Mientras que mis neuronas estaban ofuscadas en
completa inactividad por la bacteria que las había atacado, mi conciencia
libre-de-cerebro viajó a otra dimensión más grande del universo: una dimensión
que nunca soñé que existía.
Al prinicpio de mi aventura, estaba en un lugar lleno
de nubes. Grandes y frondosas nubes blancas y rosas que relucían drásticamente
contra el cielo azul-negro. Más alto que las nubes –inconmensurablemente alto-
parvadas de luminosos seres diáfanos arqueaban a lo largo y ancho del cielo,
dejando banderolas detrás de ellos. Formas superiores.
Más raro aún. Por la mayor parte de mi travesía,
alguien más estaba conmigo. Una mujer. Ella era joven, y la recuerdo en completo
detalle. Tenía pómulos pronunciados y ojos de un azul profundo. Trenzas doradas
enmarcaban su hermoso rostro. Cuando la vi por primera vez, estabamos
deslizándonos juntos en una superficie de patrones intrincados que después de un
momento reconocí como las alas de una mariposa. De hecho, miles de mariposas
estaban alrededor de nosotros –vastas olas aleteantes de ellas, internándose en
el bosque y resurgiendo de nuevo.
Sin usar palabras, ella me habló. El mensaje
recorrió mi ser como un viento, e instantáneamente vi que era verdad. Lo supe de
la misma forma que supe que el mundo que nos rodeaba era real –no algo
fantasioso, pasajero e insubstancial. El mensaje tenía tres partes, y si lo tuviera que
traducir al lenguaje terrenal, diría algo así:
“Eres amado y querido para siempre”.
“No tienes nada que temer”.
“No hay nada que puedas hacer que esté mal”.
Ángeles guardianes y pregoneros de una nueva y más alta realidad: transparentes puesto que son extensiones del cuerpo divino que mantiene su unidad en la luz. Asimismo, como suelen desvelar las visiones del DMT, una clara noción del espacio fractal: las alas de la mariposa están hechas de miles de mariposas. Una descripción rica en símbolos y en referencias culturales, que, por otro lado, quizás ante el asombro, no conserva mucho rigor científico, suponiendo la realidad de algo solamente por la fuerza y claridad con la que se siente.
Y aquí es que regresamos a esa escisión fundamental entre la razón y la emoción, entre aquello a lo que accedemos a través de lo meramente intelectual y aquello a lo que accedemos usando el sentimiento (acaso todos los sentidos en uno). Generalmente se considera que aquello avalado por el edificio de la razón se acerca con mayor fuerza a lo “verdadero”, pero esto ocurre solamente desde el frío promontorio del análisis a posteriori, la experiencia a casi todos nos dice que lo que sentimos se acerca más a la verdad que lo que pensamos: al menos tiene mayor fuerza, una fuerza inefable.
El viaje transceleste continúa:
Me movía constantemente hacia adelante y me
descubrí entrando en un inmenso vacío, completamente oscuro, de tamaño infinito,
e infinitamente confortante. Totalmente oscuro, como era, también rebosaba de
luz: una luz que parecía emanar de un orbe brillante que ahora sentía a mi lado.
El orbe era una especie de “interprete” entre yo y esa vasta presencia
circundante. Era como si estuviera naciendo a un mundo más grande, y el
universo entero era como un vientre cósmico gigante, y el orbe (que sentía
estaba de alguna manera conectado, o incluso era idéntico, a la mujer que
montaba el ala de mariposa) me estaba guíando en el proceso.
Cada vez que preguntaba algo, las respuestas
prorrumpían instantáneamente en explosiones de luz, color, amor y belleza que
soplaba a través de mi como una ola chocando contra la playa. En este último pasaje Alexander se encuentra con lo que parece el fin de la
dualidad, la conjunción de los opuestos. Él mismo cita al poeta Henry Vaughan
“Hay en Dios, algunos dicen, una oscuridad deslumbrante”. Encontramos también la
hipóstasis de la omnisciencia: un orbe que es una mujer que responde sus
preguntas al instante –es decir que es él mismo: la conciencia universal.
Eben Alexander, después de dejarse transportar por la riqueza descriptiva, intenta explicar científicamente lo sucedido:
La física moderna nos dice que el universo es una
unidad –que yace indiviso. Aunque aparentemente vivimos en un mundo de
separación y diferencia, la física nos dice que detrás de la superficie, cada
objeto y evento en el universo está completamente entretejido con cualquier otro
objeto y evento. No hay verdadera separación.
He pasado décadas como neurocirujano en algunas de
las instituciones más prestigiosas de este país. Sé que muchos de mis colegas
mantienen –como yo lo hacía– la teoría de que el cerebro, y particularmente el
córtex, genera la conciencia y que vivimos en un universo carente de toda
emoción, mucho menos que vivimos en un universo de amor incondicional como el
que ahora sé nos tienen Dios y el universo. Pero esa creencia, esa teoría, ahora
yace rota a mis pies. Lo que me sucedió la destruyó, y mi intención es pasar el
resto de mi vida investigando la verdadera naturaleza de la conciencia y dando a
conocer a mis colegas científicos y a la gente en general el hecho de que somos
muchísimo más que nuestros cerebros.
La unidad del universo, según argumenta Alexander, está dada por
la física cuántica que señala que en los niveles constituyentes de la materia,
todas las partículas están unidas en campos y sistemas de entrelazamiento:
existe una interconexión fundamental entre todos los fenómenos de la naturaleza.
Algunos especulan que la conciencia es ese campo cósmico unificador, puente
entre la mecánica cuántica y la relatividad. Esta ciertamente no es la versión
más popular dentro de la ciencia establecida. Como no lo ha sido el relato
experiencial de Alexander.
El famoso neurocientífico Sam Harris argumenta que simplemente no existe forma de corroborar verdaderamente que “su cerebro estaba apagado” (a lo cual Alexander responde con datos de sus registros neurológicos en el momento y llama a leer su libro donde supuestamente presenta eviencia clínica de lo sucedido). PZ Mayers, del popular blog Pharyngula dice de las visiones de Alexander “es mierda producida por daño cerebral”.
El famoso neurocientífico Sam Harris argumenta que simplemente no existe forma de corroborar verdaderamente que “su cerebro estaba apagado” (a lo cual Alexander responde con datos de sus registros neurológicos en el momento y llama a leer su libro donde supuestamente presenta eviencia clínica de lo sucedido). PZ Mayers, del popular blog Pharyngula dice de las visiones de Alexander “es mierda producida por daño cerebral”.
El año pasado el campo
de investigación de las experiencias cercanas a la muerte tuvo un notable
co-descubrimiento cuando dos neurocientíficos formularon independientemente la
teoría de que el fenómeno podía explicarse por una dilación temporal, esto
es, en el particular estado en el que el cerebro se encuentra cuando está a
punto de entrar en coma, puede ocurrir que un microsegundo sea percibido como
una extensión de tiempo mucho mayor. Las visiones que ocurren entonces, con todo
su cariz espiritual, no serían más que el resultado de ese tiempo fractal
elástico: es decir no un producto de la divinidad inherente sino de la
relatividad del tiempo-espacio.
Personalmente no
considero que la experiencia de Alexander sea una prueba contundente de la
existencia de una dimensión celestial o de que la conciencia existe más allá de
la muerte. Su experiencia probablemente no difiera de la de miles de personas
más que han tenido un desdoblamiento astral acercándose a la muerte, o sólo
difiere en que esta le ocurrió a un científico respetado.
De igual forma tampoco
creo que la ciencia tenga argumentos irrefutables para afirmar que todo lo que
ocurre en estas experiencias –o en algunos otros estados de conciencia elevada–
sea solamente el resultado de una función cerebral alterada. Hemos explorado en
algunos artículos anteriores la posibilidad de que la conciencia vaya más allá del
cerebro, como sugieren las religiones orientales, y sea una especie de cama
universal sobre la cual se desarrolla el sueño de la realidad.
Esta es una de
las grandes interrogantes de la filosofía y de la ciencia moderna: la
naturaleza de la conciencia. ¿Es el cerebro la cúspide, la punta de lanza de
este fenómeno? ¿O es apenas un órgano más, en una delirante casa de espejos,
generado por esa misma conciencia para observarse a sí misma? ¿Conciencia más
allá de la muerte, es este el verdadero polvo de la eternidad? ¿Qué es la
conciencia? Saber que soy, pero también, ¿saber que no muero?
Twitter del autor: @alepholo
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