“Cuando publiqué el artículo sobre la muerte y la figura de Juan Pablo I, la revista Vida Nueva lo presentó como “una postura muy respetable de un hombre de Iglesia”. En principio, habíamos acordado abrir un diálogo sobre el tema; cabía, por tanto, la objeción y el derecho de réplica. Pues bien, poco después la revista se vio forzada a publicar una descalificación global del artículo, mientras su director, Pedro Miguel Lamet, me agradecía el testimonio de fe y de libertad. El mismo Lamet, que sería destituido dos años después, escribía por entonces: “Muchas veces tenemos que aprender de los que están entre barrotes a vivir el don de la libertad interior… Hay tantos que estamos en la cárcel sin saberlo!”.
Prólogo del autor.
En octubre de 1985 publiqué un artículo sobre la muerte y la figura de Juan Pablo I en la revista de información religiosa Vida Nueva. El artículo salió a la calle el día 4, séptimo aniversario del entierro. Poco después, el 24 de noviembre, comenzaba en Roma la celebración del Sínodo extraordinario de los obispos, destinado a hacer balance de los veinte años de posconcilio.
Dejé escrito entonces: “La muerte de Juan Pablo I y su significado es algo que no debe olvidarse, a la hora de hacer examen del momento presente de la Iglesia. Todo lo que en su día se quiso enterrar con su cuerpo, está apareciendo de diversas formas ante la conciencia de la Iglesia y del mundo. Los padres sinodales deberían, valientemente, tenerlo en cuenta, porque está en juego la relación de la Iglesia consigo misma, con el mundo y, por supuesto, con Dios” (1).
Era de suponer que, por los cauces habituales, el artículo llegara a muchos padres sinodales. No obstante, se lo envié‚ mediante personas de confianza a dos cardenales. Uno de ellos vive en Roma. El otro es el cardenal Hume, de Londres, arzobispo de Westminster. Atentamente, el secretario de Hume recogió en propia mano el envío. No hace falta decir que, por diversos motivos, he seguido con viva atención las incidencias del tema. Pues bien, en el verano de 1988 la revista, de Comunión y Liberación, anunciaba la aparición de un libro sobre Juan Pablo I.
Decía lo siguiente:
“El pasado diciembre un periodista inglés llamaba a la puerta del Vaticano para presentar una petición que podríamos definir descarada: escribir un libro sobre el ‘misterio’ de la muerte de Juan Pablo I” (2).
El periodista en cuestión es John Cornwell. Nacido en Londres, casado y con dos hijos, vive en Northamptonshire (Inglaterra). Fue seminarista durante siete años. Después, durante más de veinte, ha sido agnóstico. Periodista y también novelista, ha sido durante doce años jefe de corresponsales del diario inglés The Observer. Ahora bien, ¿Qué credenciales acreditaban al periodista? Cornwell lo había previsto todo: “Había llegado a Roma con una carta de presentación del cardenal inglés Basil Hume. El Vaticano otorgó su placet a Cornwell, quien sólo prometió narrar con escrúpulo e imparcialidad el resultado de sus investigaciones” (3).
El libro se titula Un ladrón en la noche y ha sido publicado en Londres, a finales de mayo. Sorprende que el autor no diga nada de la mediación del cardenal Hume. Dice que en 1987 estaba embarcado en el estudio de fenómenos “sobrenaturales” y que en el mes de octubre buscaba respuestas oficiales de la Iglesia sobre las apariciones de Medjugorie (Yugoslavia): “Fue así con éste trasfondo como repentina y sorprendentemente fui animado por el Vaticano a considerar un proyecto completamente diferente: la verdadera historia de la muerte de Juan Pablo I” (4).
El arzobispo John Foley, presidente de la Comisión de Medios de Comunicación Social, le dijo a Cornwell: “Estoy seguro, si un periodista de buena fe intentara escribir la verdad de esa noche, yo podría abrirle las puertas del Vaticano” (5).
Por su parte, el rector del Colegio Inglés de Roma, monseñor Kennedy, le dió toda clase de facilidades. Dice Cornwell en el prefacio del libro: “El Vaticano esperaba que yo probara que Juan Pablo I no había sido envenenado por uno de ellos. Pero como he intentado verificar a través de una serie de intrigantes y, frecuentemente, frustrantes encuentros, tanto dentro como fuera del Vaticano, la evidencia me fue llevando a una conclusión que me ha parecido más vergonzosa y más trágica que cualquiera de las teorías de conspiración propuestas hasta la fecha” (6).
Pero volvamos la vista atrás. Cuando murió Albino Luciani, Papa Juan Pablo I – en 1978, al mes de su elección – quedaron sin adecuada respuesta interrogantes tan elementales como éstos: ¿De qué murió Juan Pablo I? ¿Cuál fue realmente su figura? Con frecuencia ambas cuestiones aparecen relacionadas. Así se ha llegado a decir: “fue un pobre hombre que murió aplastado por el peso del papado”. Más aún, como dice ahora Cornwell: “se dejó morir por no sentirse capacitado para ser Papa”. Y al contrario, como decimos muchos: “fue mártir de la purificación y renovación de la Iglesia”.
La divergencia es obvia, radical, fundamental. David Yallop, tras casi tres años de investigación, dice en su libro titulado En nombre de Dios (1984) que las circunstancias precisas en relación con el descubrimiento del cuerpo de Juan Pablo I “demuestran con bastante elocuencia que el Vaticano perpetró un encubrimiento”. El Vaticano dijo una mentira tras otra: “Mentiras sobre pequeñas cosas y mentiras sobre grandes cosas. Todas estas mentiras no tenían sino un único propósito: disfrazar el hecho de que Albino Luciani, el Papa Juan Pablo I, murió asesinado”. El Papa Luciani “recibió la palma del martirio por sus creencias” (7).
Regina Kummer, que durante años ha estudiado la biografía de Juan Pablo I, se interesa poco por la causa de la muerte: el Papa murió “porque Dios lo quiso así”. Dice también: “¿de qué nos sirve saber si el Papa Luciani murió de un infarto o de una embolia?”. La autora entiende que la hipótesis de un envenenamiento no merece ni la más mínima consideración. El Papa Luciani fue un signo del Señor, un testigo de su amor, un santo cuya figura ha conducido a la propia autora de la Iglesia protestante a la Iglesia católica (8).
John Cornwell, cuya investigación ha durado aproximadamente un año, afirma que Juan Pablo I no murió de un ataque al corazón, sino de embolia pulmonar. El Papa se habría dejado morir al abandonar su tratamiento y al impedir que llamaran a un médico el día que se sintió mal: “Cual es la línea que divide el ‘abandonarse’, suicidio por deliberada negligencia, y la ‘resignación’ o el ‘abandono’ en sentido religioso, cuando una persona cree que la voluntad de Dios es que muera y abraza ansiosamente esta perspectiva?”. Dice también: “El necesitaba descanso y una rigurosa medicación. Si hubiera tenido esa atención, es casi cierto que habría sobrevivido. Las señales de una enfermedad mortal eran claras y visibles para todos, pero fueron ignoradas. Poco o nada se hizo para ayudarle o salvarle” (9).
Para muchos eclesiásticos, no hay problema: murió de muerte natural. La teoría del asesinato es una fantasía absurda; se manejan datos sueltos, que no tienen relación entre sí; en el fondo, todo se reduce a esto: “no todos los reflejos funcionaron en esos trágicos momentos de forma perfecta y se cometieron algunos errores. Errores que han sido explotados sin la más mínima consideración” (10).
Como veremos, los errores abundan. Ahí está la afirmación del cardenal Oddi, que con Samor‚ asistió a Villot durante el período de sede vacante: “El Sagrado Colegio cardenalicio no tomar mínimamente en examen la eventualidad de una investigación y no aceptar el menor control por parte de nadie y, es más, ni siquiera se tratar de la cuestión en el colegio de cardenales” (11).
Según esto, escaso margen de opción le quedaba al Sacro Colegio y está de sobra la afirmación de Nicolini, que durante varios años ha sido vicedirector de la sala de prensa del Vaticano: “El Sacro Colegio no ordenó la autopsia, porque la consideró superflua, no habiendo duda alguna sobre las causas naturales de la muerte del Papa Luciani” (12).
Por el contrario, un biógrafo del Papa Luciani, cuyo nombre no doy por motivos obvios, me dijo a propósito del artículo sobre la muerte de Juan Pablo I: “Estoy totalmente de acuerdo. No se puede decir, pero se lo han cargado”. Como veremos después, la revista que publicó el artículo se vio forzada a publicar una descalificación global del mismo. Y en el Secretariado Nacional de Catequesis, donde yo era responsable de catequesis de adultos, se me vino a decir: “Ni una palabra más”. Además, consta por diversas fuentes que sor Vincenza, la religiosa que descubrió el cadáver de Juan Pablo I, fue intimidada en la Secretaría de Estado a no decir nada: “pero el mundo debe conocer la verdad”, dijo sor Vincenza a una fuente autorizada que me lo ha comunicado personalmente. Por su parte, monseñor Bortignon, antiguo obispo de Belluno y de Padua, que acudió al Vaticano a instancias de Juan Pablo I, no reveló nada del encuentro: “son cosas que llevar‚ conmigo a la tumba” (13).
En el libro de Cornwell, hablan (¡por fin!) sobre el tema personas que durante años han observado un riguroso silencio. Es lo mejor del libro. Lo peor es que consuma la mayor distorsión de la figura de Juan Pablo I. Diversas personalidades – principalmente vaticanas – se explican al respecto. Otros, sin embargo, callan. Monseñor Noé que fue maestro de ceremonias, y el que fue secretario del cardenal Villot se evaden como pueden. Otros se refugian en el anonimato. ¿Qué significa éste estado de cosas dentro de la Iglesia? ¿Acaso se puede conjugar con las palabras de Cristo que dijo: La verdad os hará libres? (14).
Mientras tanto, según una encuesta reciente, el 30 por ciento de los italianos está convencido de que Juan Pablo I murió asesinado. Más de quince millones de personas! (15).
El problema está ahí y se puede resolver, no encubriendo ni reprimiendo el asunto, sino intentando de corazón comprender. Es cierto el refrán: no hay peor sordo que el que no quiere oir ni peor ciego que el que no quiere ver. Datos, indicios y signos abundan por doquier. Y estaría justificada una investigación judicial en cualquier Estado de Derecho. Con ello, hay que decirlo, no se ataca a la Iglesia. Al contrario, se la defiende según aquello que está escrito: el celo de tu casa me consume (16).
La clave evangélica es la purificación del templo, que casa de oración y no debe convertirse en un mercado ni en cueva de bandidos. Evidentemente, lo que está en juego es muy grave: ¿Dónde ha habido más negocios? ¿En el mercado vaticano o en el viejo templo denunciado por Jesús? ¿No son demasiadas las muertes que han acompañado a esos negocios? ¿Se le ha hurtado a la Iglesia y al mundo la causa de la muerte de Juan Pablo I? ¿Se ha distorsionado su figura?
Si no se responde adecuadamente a estos interrogantes, la nueva evangelización quedar desacreditada. En muchos casos, ser una desgraciada comedia. está en juego la relación de la Iglesia consigo misma, con el mundo y, por supuesto, con Dios. Además, la gente que espera la luz del evangelio no está dispuesta a comulgar con piedras de molino. Como sucedió en la Iglesia naciente, hay tensiones que son inevitables. Así, en la carta a los G latas, en el mismo capítulo, se habla de la mano que se le tiende a Pablo “en señal de comunión” y de la “reprensión” que el apóstol de los gentiles le hace a Pedro (17).
Es verdad que Juan Pablo II, ya en la primera reunión plenaria del Colegio Cardenalicio (6-XI-1979), anunciaba un planteamiento nuevo de las finanzas vaticanas: “El sacro colegio tiene el derecho y el deber de conocer exactamente el actual estado de la cuestión”. También es cierto que desde 1981 (quizá con riesgo de la propia vida: cuestión de conexiones y repercusiones), ha promovido paulatinamente la reforma del Instituto para las Obras de Religión (IOR), llamado también Banco del Vaticano. El resultado es una nueva estructura del mismo, “más colegial y sometida a varios controles, de forma que resulten imposibles algunas operaciones que en el pasado comprometieron la credibilidad de la Santa Sede” (18).
Además, la aparición del libro de Cornwell manifiesta una actitud, de mayor transparencia, por parte del Vaticano. Sin embargo, Cornwell distorsiona gravemente la figura de Juan Pablo I. Es de suponer que ni Juan Pablo II ni el cardenal Hume estén de acuerdo con semejante distorsión.
En resumen, se advierten algunos cambios por parte del Vaticano, pero no bastan. Aún subsisten responsabilidades muy graves, que hay que afrontar, si se quiere proceder con rectitud, según la verdad del evangelio. Una personalidad relevante y significativa me escribía lo siguiente en noviembre de 1985: “Hasta ahora ninguno de los que saben ha sentido el deber de hablar y decir finalmente la verdad.
Las sombras y las sospechas van creciendo cada día. Quizá el Papa Wojtyla podría tomar la iniciativa de una clarificación que diese al mundo la paz sobre la persona de Luciani. No se podrá esconder indefinidamente la verdad” (19).
En cualquier caso, con muchos creyentes, grupos y comunidades, nos remitimos ya desde ahora a ese tribunal, donde se juzga el verdadero sentido de la historia y donde, como dice el Señor, se pedirá cuenta (20).
Allí, durante once años – hasta que se casó – su madre había trabajado en el hospital de S. Juan y S. Pablo, con las monjas Elisabetinas. Allí también durante cierto tiempo trabajó su padre en una fábrica de cristal de Murano. Por ello añadió Juan Pablo I: “mi corazón está aún en Venecia”. Y el mismo día dijo a un grupo de belluneses: “el año de la invasión (esto es, en 1917) y también después, padecí verdadera hambre” (22).
En marzo de 1923 llega a Forno di Canale un fraile capuchino de Trieste, el padre Remigio, cuya predicación le impresiona a Albino. Es el despertar de su vocación: “sucede a veces, explicar más tarde, que el niño ve aquel camino tan luminoso y bello, que todos los demás le parecen galerías oscuras” (23).
En 1923 ingresa en el seminario menor de Feltre. Pero antes hubo de escribir a su padre, emigrante en Alemania, pidiéndole permiso. Su padre, que era socialista, le contestó en una carta que Albino conservar siempre: “Bien, espero que cuando seas cura querrás bien a los obreros” (24).
En 1958 Juan XXIII le nombra obispo de Vittorio Véneto. Volviendo a su parroquia, dice a su gente: “Estoy pensando estos días que conmigo el Señor emplea su viejo sistema: toma a los pequeños del barro de la calle y los levanta, toma a la gente del campo, de las redes del mar, del lago y los hace apóstoles. Es su viejo sistema…Yo vengo del campo” (25).
Le dijeron que debía elegir escudo. No había pensado en ello: “son cosas medievales”. Como lema puso: Humilitas, humildad. Y sobre fondo azul, tres estrellas: “Pueden significar – decía – las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad” (26).
De 1971 a 1975 escribe sus “40 cartas” a los personajes más dispares de la historia. La última fue dirigida a Jesús: con El procura mantener un diálogo continuo. En 1976 estas cartas se publican en su famoso libro Ilustrísimos señores. El 5 de marzo de 1972 fue nombrado cardenal. El 7 de octubre de ese mismo año presenta una propuesta para la pastoral del mundo del trabajo: “los trabajadores deben resolver autónomamente sus propios problemas”, pero hay “pecados que gritan venganza delante de Dios” (28).
En un cónclave corto, el 26 de agosto de 1978 Albino Luciani fue elegido Papa, con el nombre de Juan Pablo I. En unas declaraciones a la Radio vaticana, el cardenal Jubany, arzobispo de Barcelona, declaró: “El cónclave ha sido corto por dos razones: en primer lugar, porque todos los cardenales electores han tenido en cuenta sólo el bien de la Iglesia; la segunda razón ha sido ciertamente la asistencia del Espíritu Santo. Cuando he escuchado el discurso del Padre Santo, me he sentido alegre y gozoso, porque he comprobado la continuidad de la Iglesia en un momento tan difícil y delicado para toda la humanidad” (29).
Juan Pablo I, que había participado en las cuatro sesiones conciliares, fue el primer Papa salido del Concilio Vaticano II, “éste Concilio, que renovará y actualizará , si llega a ser bien comprendido, el rostro de la Iglesia” (30).
Cada miércoles la gente escuchaba sus catequesis sin perder palabra. Fueron cuatro. La primera, sobre la humildad: ante Dios, como dijo Abraham, somos “polvo y ceniza”; la segunda, sobre la fe: creer es “rendirse a Dios”, como Pablo y Agustín, transformando la propia vida; la tercera, sobre la esperanza: “Aunque acampe contra mí un ejército, mi corazón no teme”, dice con palabras del salmo 27; la cuarta, sobre la caridad: Dios y el prójimo son amores gemelos, que incluyen la justicia (31).
El cardenal Gantin, recibido por el Papa en la mañana del 28 de septiembre, recuerda estas palabras suyas, dichas con fuerza y suavidad: “Es sólo a Jesucristo a quien debemos presentar al mundo. Fuera de esto no tendremos ninguna razón; no seremos jamás escuchados” (32).
JESUS LOPEZ SAEZ nació en Aldeaseca (Avila), el 12 de abril de 1944. Es sacerdote, responsable de la Asociación Comunidad de Ayala de Madrid, que promueve la renovación eclesial mediante la creación de grupos y comunidades. Es inspirador de otras asociaciones semejantes, así como de la Fundación Betesda, que tiene como fin el desarrollo integral de minusválidos físicos y psíquicos.
Licenciado en Filosofía y Letras, en Teología y en Psicología, ha sido colaborador del Secretariado Nacional de Catequesis (1973-1978), responsable de Catequesis de Adultos en el mismo Secretariado y miembro del Equipo Europeo de Catecumenado (1978-1986). Participó en la elaboración del catecismo Con vosotros está y, de forma especial, en su Guía Doctrinal (1976), de la que es autor material. Ha colaborado con el Departamento de Pastoral de la Salud, de la Comisión Episcopal de Pastoral (1986-2006).
Entre sus artículos y publicaciones, cabe destacar: España, país de misión (1979), Escuchar la Palabra, objetivo catecumenal (1983), Proyecto catecumenal I y II (1981-1983), La incógnita Juan Pablo I (1985), La renovación eclesial (1987), Se pedirá cuenta. Muerte y figura de Juan Pablo I (1990), El día de la cuenta. Juan Pablo II a examen (2002 y 2005), Memoria histórica ¿Cruzada o locura? (2006). Ha colaborado en Los comienzos de la fe (1990), el libro europeo de catecumenado, y en el Nuevo Diccionario de Catequética (1999). Es autor de un conjunto de canciones que lleva por título Levantaré la tienda (1999).
Fuente: Comunidad de Ayala
Compilación y reedición de Freeman
No hubo opción de réplica. Y en el Secretariado Nacional de Catequesis, donde yo era responsable del Departamento de Adultos, se me dijo: “Ni una palabra más ni un paso más ni nada de nada de nada, si quieres seguir aquí”. Respondí que eso no lo podía aceptar, que había publicado el artículo en conciencia y que de una u otra forma, de palabra o por escrito, pensaba seguir con el tema. Aunque se me cesara, como así sucedió en el verano siguiente.
Desde entonces vengo preparando la publicación de un segundo escrito, que se ha convertido en el presente libro. El problema sigue vivo, como herida cerrada en falso. Y hay que distinguir con mucho cuidado las palabras verdaderas de aquellas otras que no lo son. Como se dijo a un grupo de venecianos que acudió al entierro: “Hay que hacer justicia a Juan Pablo I”. Su muerte fue oscura, con demasiadas cosas inexplicables; su figura es luz creciente, que no debe ocultarse.
Ni estaba enfermo ni le venía grande el pontificado ni en su elección se equivocó el Espíritu. Nuestra generación ha de responder de todo ello. Por nuestra parte, repudiamos de nuevo el silencio vergonzoso, “no procediendo con astucia, ni falseando la Palabra de Dios”.
Extracto de “SE PEDIRÁ CUENTA. Muerte y figura de Juan Pablo I”. Autor: Jesús López Sáez.
Prólogo del autor.
En octubre de 1985 publiqué un artículo sobre la muerte y la figura de Juan Pablo I en la revista de información religiosa Vida Nueva. El artículo salió a la calle el día 4, séptimo aniversario del entierro. Poco después, el 24 de noviembre, comenzaba en Roma la celebración del Sínodo extraordinario de los obispos, destinado a hacer balance de los veinte años de posconcilio.
Dejé escrito entonces: “La muerte de Juan Pablo I y su significado es algo que no debe olvidarse, a la hora de hacer examen del momento presente de la Iglesia. Todo lo que en su día se quiso enterrar con su cuerpo, está apareciendo de diversas formas ante la conciencia de la Iglesia y del mundo. Los padres sinodales deberían, valientemente, tenerlo en cuenta, porque está en juego la relación de la Iglesia consigo misma, con el mundo y, por supuesto, con Dios” (1).
Era de suponer que, por los cauces habituales, el artículo llegara a muchos padres sinodales. No obstante, se lo envié‚ mediante personas de confianza a dos cardenales. Uno de ellos vive en Roma. El otro es el cardenal Hume, de Londres, arzobispo de Westminster. Atentamente, el secretario de Hume recogió en propia mano el envío. No hace falta decir que, por diversos motivos, he seguido con viva atención las incidencias del tema. Pues bien, en el verano de 1988 la revista, de Comunión y Liberación, anunciaba la aparición de un libro sobre Juan Pablo I.
Decía lo siguiente:
“El pasado diciembre un periodista inglés llamaba a la puerta del Vaticano para presentar una petición que podríamos definir descarada: escribir un libro sobre el ‘misterio’ de la muerte de Juan Pablo I” (2).
El periodista en cuestión es John Cornwell. Nacido en Londres, casado y con dos hijos, vive en Northamptonshire (Inglaterra). Fue seminarista durante siete años. Después, durante más de veinte, ha sido agnóstico. Periodista y también novelista, ha sido durante doce años jefe de corresponsales del diario inglés The Observer. Ahora bien, ¿Qué credenciales acreditaban al periodista? Cornwell lo había previsto todo: “Había llegado a Roma con una carta de presentación del cardenal inglés Basil Hume. El Vaticano otorgó su placet a Cornwell, quien sólo prometió narrar con escrúpulo e imparcialidad el resultado de sus investigaciones” (3).
El libro se titula Un ladrón en la noche y ha sido publicado en Londres, a finales de mayo. Sorprende que el autor no diga nada de la mediación del cardenal Hume. Dice que en 1987 estaba embarcado en el estudio de fenómenos “sobrenaturales” y que en el mes de octubre buscaba respuestas oficiales de la Iglesia sobre las apariciones de Medjugorie (Yugoslavia): “Fue así con éste trasfondo como repentina y sorprendentemente fui animado por el Vaticano a considerar un proyecto completamente diferente: la verdadera historia de la muerte de Juan Pablo I” (4).
El arzobispo John Foley, presidente de la Comisión de Medios de Comunicación Social, le dijo a Cornwell: “Estoy seguro, si un periodista de buena fe intentara escribir la verdad de esa noche, yo podría abrirle las puertas del Vaticano” (5).
Por su parte, el rector del Colegio Inglés de Roma, monseñor Kennedy, le dió toda clase de facilidades. Dice Cornwell en el prefacio del libro: “El Vaticano esperaba que yo probara que Juan Pablo I no había sido envenenado por uno de ellos. Pero como he intentado verificar a través de una serie de intrigantes y, frecuentemente, frustrantes encuentros, tanto dentro como fuera del Vaticano, la evidencia me fue llevando a una conclusión que me ha parecido más vergonzosa y más trágica que cualquiera de las teorías de conspiración propuestas hasta la fecha” (6).
Pero volvamos la vista atrás. Cuando murió Albino Luciani, Papa Juan Pablo I – en 1978, al mes de su elección – quedaron sin adecuada respuesta interrogantes tan elementales como éstos: ¿De qué murió Juan Pablo I? ¿Cuál fue realmente su figura? Con frecuencia ambas cuestiones aparecen relacionadas. Así se ha llegado a decir: “fue un pobre hombre que murió aplastado por el peso del papado”. Más aún, como dice ahora Cornwell: “se dejó morir por no sentirse capacitado para ser Papa”. Y al contrario, como decimos muchos: “fue mártir de la purificación y renovación de la Iglesia”.
La divergencia es obvia, radical, fundamental. David Yallop, tras casi tres años de investigación, dice en su libro titulado En nombre de Dios (1984) que las circunstancias precisas en relación con el descubrimiento del cuerpo de Juan Pablo I “demuestran con bastante elocuencia que el Vaticano perpetró un encubrimiento”. El Vaticano dijo una mentira tras otra: “Mentiras sobre pequeñas cosas y mentiras sobre grandes cosas. Todas estas mentiras no tenían sino un único propósito: disfrazar el hecho de que Albino Luciani, el Papa Juan Pablo I, murió asesinado”. El Papa Luciani “recibió la palma del martirio por sus creencias” (7).
Regina Kummer, que durante años ha estudiado la biografía de Juan Pablo I, se interesa poco por la causa de la muerte: el Papa murió “porque Dios lo quiso así”. Dice también: “¿de qué nos sirve saber si el Papa Luciani murió de un infarto o de una embolia?”. La autora entiende que la hipótesis de un envenenamiento no merece ni la más mínima consideración. El Papa Luciani fue un signo del Señor, un testigo de su amor, un santo cuya figura ha conducido a la propia autora de la Iglesia protestante a la Iglesia católica (8).
John Cornwell, cuya investigación ha durado aproximadamente un año, afirma que Juan Pablo I no murió de un ataque al corazón, sino de embolia pulmonar. El Papa se habría dejado morir al abandonar su tratamiento y al impedir que llamaran a un médico el día que se sintió mal: “Cual es la línea que divide el ‘abandonarse’, suicidio por deliberada negligencia, y la ‘resignación’ o el ‘abandono’ en sentido religioso, cuando una persona cree que la voluntad de Dios es que muera y abraza ansiosamente esta perspectiva?”. Dice también: “El necesitaba descanso y una rigurosa medicación. Si hubiera tenido esa atención, es casi cierto que habría sobrevivido. Las señales de una enfermedad mortal eran claras y visibles para todos, pero fueron ignoradas. Poco o nada se hizo para ayudarle o salvarle” (9).
Para muchos eclesiásticos, no hay problema: murió de muerte natural. La teoría del asesinato es una fantasía absurda; se manejan datos sueltos, que no tienen relación entre sí; en el fondo, todo se reduce a esto: “no todos los reflejos funcionaron en esos trágicos momentos de forma perfecta y se cometieron algunos errores. Errores que han sido explotados sin la más mínima consideración” (10).
Como veremos, los errores abundan. Ahí está la afirmación del cardenal Oddi, que con Samor‚ asistió a Villot durante el período de sede vacante: “El Sagrado Colegio cardenalicio no tomar mínimamente en examen la eventualidad de una investigación y no aceptar el menor control por parte de nadie y, es más, ni siquiera se tratar de la cuestión en el colegio de cardenales” (11).
Según esto, escaso margen de opción le quedaba al Sacro Colegio y está de sobra la afirmación de Nicolini, que durante varios años ha sido vicedirector de la sala de prensa del Vaticano: “El Sacro Colegio no ordenó la autopsia, porque la consideró superflua, no habiendo duda alguna sobre las causas naturales de la muerte del Papa Luciani” (12).
Por el contrario, un biógrafo del Papa Luciani, cuyo nombre no doy por motivos obvios, me dijo a propósito del artículo sobre la muerte de Juan Pablo I: “Estoy totalmente de acuerdo. No se puede decir, pero se lo han cargado”. Como veremos después, la revista que publicó el artículo se vio forzada a publicar una descalificación global del mismo. Y en el Secretariado Nacional de Catequesis, donde yo era responsable de catequesis de adultos, se me vino a decir: “Ni una palabra más”. Además, consta por diversas fuentes que sor Vincenza, la religiosa que descubrió el cadáver de Juan Pablo I, fue intimidada en la Secretaría de Estado a no decir nada: “pero el mundo debe conocer la verdad”, dijo sor Vincenza a una fuente autorizada que me lo ha comunicado personalmente. Por su parte, monseñor Bortignon, antiguo obispo de Belluno y de Padua, que acudió al Vaticano a instancias de Juan Pablo I, no reveló nada del encuentro: “son cosas que llevar‚ conmigo a la tumba” (13).
En el libro de Cornwell, hablan (¡por fin!) sobre el tema personas que durante años han observado un riguroso silencio. Es lo mejor del libro. Lo peor es que consuma la mayor distorsión de la figura de Juan Pablo I. Diversas personalidades – principalmente vaticanas – se explican al respecto. Otros, sin embargo, callan. Monseñor Noé que fue maestro de ceremonias, y el que fue secretario del cardenal Villot se evaden como pueden. Otros se refugian en el anonimato. ¿Qué significa éste estado de cosas dentro de la Iglesia? ¿Acaso se puede conjugar con las palabras de Cristo que dijo: La verdad os hará libres? (14).
Mientras tanto, según una encuesta reciente, el 30 por ciento de los italianos está convencido de que Juan Pablo I murió asesinado. Más de quince millones de personas! (15).
El problema está ahí y se puede resolver, no encubriendo ni reprimiendo el asunto, sino intentando de corazón comprender. Es cierto el refrán: no hay peor sordo que el que no quiere oir ni peor ciego que el que no quiere ver. Datos, indicios y signos abundan por doquier. Y estaría justificada una investigación judicial en cualquier Estado de Derecho. Con ello, hay que decirlo, no se ataca a la Iglesia. Al contrario, se la defiende según aquello que está escrito: el celo de tu casa me consume (16).
La clave evangélica es la purificación del templo, que casa de oración y no debe convertirse en un mercado ni en cueva de bandidos. Evidentemente, lo que está en juego es muy grave: ¿Dónde ha habido más negocios? ¿En el mercado vaticano o en el viejo templo denunciado por Jesús? ¿No son demasiadas las muertes que han acompañado a esos negocios? ¿Se le ha hurtado a la Iglesia y al mundo la causa de la muerte de Juan Pablo I? ¿Se ha distorsionado su figura?
Si no se responde adecuadamente a estos interrogantes, la nueva evangelización quedar desacreditada. En muchos casos, ser una desgraciada comedia. está en juego la relación de la Iglesia consigo misma, con el mundo y, por supuesto, con Dios. Además, la gente que espera la luz del evangelio no está dispuesta a comulgar con piedras de molino. Como sucedió en la Iglesia naciente, hay tensiones que son inevitables. Así, en la carta a los G latas, en el mismo capítulo, se habla de la mano que se le tiende a Pablo “en señal de comunión” y de la “reprensión” que el apóstol de los gentiles le hace a Pedro (17).
Es verdad que Juan Pablo II, ya en la primera reunión plenaria del Colegio Cardenalicio (6-XI-1979), anunciaba un planteamiento nuevo de las finanzas vaticanas: “El sacro colegio tiene el derecho y el deber de conocer exactamente el actual estado de la cuestión”. También es cierto que desde 1981 (quizá con riesgo de la propia vida: cuestión de conexiones y repercusiones), ha promovido paulatinamente la reforma del Instituto para las Obras de Religión (IOR), llamado también Banco del Vaticano. El resultado es una nueva estructura del mismo, “más colegial y sometida a varios controles, de forma que resulten imposibles algunas operaciones que en el pasado comprometieron la credibilidad de la Santa Sede” (18).
Además, la aparición del libro de Cornwell manifiesta una actitud, de mayor transparencia, por parte del Vaticano. Sin embargo, Cornwell distorsiona gravemente la figura de Juan Pablo I. Es de suponer que ni Juan Pablo II ni el cardenal Hume estén de acuerdo con semejante distorsión.
En resumen, se advierten algunos cambios por parte del Vaticano, pero no bastan. Aún subsisten responsabilidades muy graves, que hay que afrontar, si se quiere proceder con rectitud, según la verdad del evangelio. Una personalidad relevante y significativa me escribía lo siguiente en noviembre de 1985: “Hasta ahora ninguno de los que saben ha sentido el deber de hablar y decir finalmente la verdad.
Las sombras y las sospechas van creciendo cada día. Quizá el Papa Wojtyla podría tomar la iniciativa de una clarificación que diese al mundo la paz sobre la persona de Luciani. No se podrá esconder indefinidamente la verdad” (19).
En cualquier caso, con muchos creyentes, grupos y comunidades, nos remitimos ya desde ahora a ese tribunal, donde se juzga el verdadero sentido de la historia y donde, como dice el Señor, se pedirá cuenta (20).
Albino Luciani nace en Forno di Canale (hoy Canale d’Agordo), en la provincia italiana de Belluno, cerca de la frontera austríaca, el 17 de octubre de 1912. Sus padres, Giovanni y Bortola, son humildes trabajadores, que durante años han conocido el duro mundo de la emigración. Son seis hermanos: Amalia y Pía (sordomudas, hijas del primer matrimonio del padre, que enviudó pronto), Albino, Federico (muerto a los pocos meses de nacer), Eduardo y Antonia. El 3 de septiembre de 1978 Juan Pablo I recordó sus raíces familiares a un grupo de venecianos: “En Venecia se produjo el encuentro de mis futuros padres, empleados en trabajo humilde”(21).
Allí, durante once años – hasta que se casó – su madre había trabajado en el hospital de S. Juan y S. Pablo, con las monjas Elisabetinas. Allí también durante cierto tiempo trabajó su padre en una fábrica de cristal de Murano. Por ello añadió Juan Pablo I: “mi corazón está aún en Venecia”. Y el mismo día dijo a un grupo de belluneses: “el año de la invasión (esto es, en 1917) y también después, padecí verdadera hambre” (22).
En marzo de 1923 llega a Forno di Canale un fraile capuchino de Trieste, el padre Remigio, cuya predicación le impresiona a Albino. Es el despertar de su vocación: “sucede a veces, explicar más tarde, que el niño ve aquel camino tan luminoso y bello, que todos los demás le parecen galerías oscuras” (23).
En 1923 ingresa en el seminario menor de Feltre. Pero antes hubo de escribir a su padre, emigrante en Alemania, pidiéndole permiso. Su padre, que era socialista, le contestó en una carta que Albino conservar siempre: “Bien, espero que cuando seas cura querrás bien a los obreros” (24).
En 1928 pasa al seminario mayor de Belluno, donde cursa los estudios filosóficos y teológicos. El 7 de julio de 1935 es ordenado sacerdote en la iglesia de San Pedro. Durante unos meses es capellán en Canale y en Agordo. En 1937 es nombrado profesor y vicerrector del seminario mayor. Se licencia (1941) y se doctora en teología (1947) por la Universidad Gregoriana de Roma. En 1949 Luciani publica su libro Catequética en píldoras, mientras alterna su actividad entre la enseñanza en el seminario, la curia diocesana y el secretariado de catequesis. En 1954 es nombrado vicario general de la diócesis.
En 1958 Juan XXIII le nombra obispo de Vittorio Véneto. Volviendo a su parroquia, dice a su gente: “Estoy pensando estos días que conmigo el Señor emplea su viejo sistema: toma a los pequeños del barro de la calle y los levanta, toma a la gente del campo, de las redes del mar, del lago y los hace apóstoles. Es su viejo sistema…Yo vengo del campo” (25).
Le dijeron que debía elegir escudo. No había pensado en ello: “son cosas medievales”. Como lema puso: Humilitas, humildad. Y sobre fondo azul, tres estrellas: “Pueden significar – decía – las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad” (26).
En Venecia añadiría el león de San Marcos; y en Roma, los montes de su tierra. Once años después, el 15 de diciembre de 1969, Pablo VI le nombra patriarca de Venecia. Con sencillez y austeridad, lejos de todo triunfalismo, hace su ingreso en la ciudad el 8 de febrero de 1970: “Niño de montaña, conocí Venecia con la imaginación y como en sueño. Me decían: en Venecia las calles de agua son surcadas por góndolas y góndolas; las atan a los palos como nosotros aquí atamos los animales a los árboles!”. Luciani llega a Venecia con esta disposición: “Pido a Dios que me haga amar mucho la ciudad”, poniendo al servicio de todos “lo poco que tengo y que soy”(27).
De 1971 a 1975 escribe sus “40 cartas” a los personajes más dispares de la historia. La última fue dirigida a Jesús: con El procura mantener un diálogo continuo. En 1976 estas cartas se publican en su famoso libro Ilustrísimos señores. El 5 de marzo de 1972 fue nombrado cardenal. El 7 de octubre de ese mismo año presenta una propuesta para la pastoral del mundo del trabajo: “los trabajadores deben resolver autónomamente sus propios problemas”, pero hay “pecados que gritan venganza delante de Dios” (28).
En un cónclave corto, el 26 de agosto de 1978 Albino Luciani fue elegido Papa, con el nombre de Juan Pablo I. En unas declaraciones a la Radio vaticana, el cardenal Jubany, arzobispo de Barcelona, declaró: “El cónclave ha sido corto por dos razones: en primer lugar, porque todos los cardenales electores han tenido en cuenta sólo el bien de la Iglesia; la segunda razón ha sido ciertamente la asistencia del Espíritu Santo. Cuando he escuchado el discurso del Padre Santo, me he sentido alegre y gozoso, porque he comprobado la continuidad de la Iglesia en un momento tan difícil y delicado para toda la humanidad” (29).
Juan Pablo I, que había participado en las cuatro sesiones conciliares, fue el primer Papa salido del Concilio Vaticano II, “éste Concilio, que renovará y actualizará , si llega a ser bien comprendido, el rostro de la Iglesia” (30).
Cada miércoles la gente escuchaba sus catequesis sin perder palabra. Fueron cuatro. La primera, sobre la humildad: ante Dios, como dijo Abraham, somos “polvo y ceniza”; la segunda, sobre la fe: creer es “rendirse a Dios”, como Pablo y Agustín, transformando la propia vida; la tercera, sobre la esperanza: “Aunque acampe contra mí un ejército, mi corazón no teme”, dice con palabras del salmo 27; la cuarta, sobre la caridad: Dios y el prójimo son amores gemelos, que incluyen la justicia (31).
El cardenal Gantin, recibido por el Papa en la mañana del 28 de septiembre, recuerda estas palabras suyas, dichas con fuerza y suavidad: “Es sólo a Jesucristo a quien debemos presentar al mundo. Fuera de esto no tendremos ninguna razón; no seremos jamás escuchados” (32).
Jesús López Sáez
JESUS LOPEZ SAEZ nació en Aldeaseca (Avila), el 12 de abril de 1944. Es sacerdote, responsable de la Asociación Comunidad de Ayala de Madrid, que promueve la renovación eclesial mediante la creación de grupos y comunidades. Es inspirador de otras asociaciones semejantes, así como de la Fundación Betesda, que tiene como fin el desarrollo integral de minusválidos físicos y psíquicos.
Licenciado en Filosofía y Letras, en Teología y en Psicología, ha sido colaborador del Secretariado Nacional de Catequesis (1973-1978), responsable de Catequesis de Adultos en el mismo Secretariado y miembro del Equipo Europeo de Catecumenado (1978-1986). Participó en la elaboración del catecismo Con vosotros está y, de forma especial, en su Guía Doctrinal (1976), de la que es autor material. Ha colaborado con el Departamento de Pastoral de la Salud, de la Comisión Episcopal de Pastoral (1986-2006).
Entre sus artículos y publicaciones, cabe destacar: España, país de misión (1979), Escuchar la Palabra, objetivo catecumenal (1983), Proyecto catecumenal I y II (1981-1983), La incógnita Juan Pablo I (1985), La renovación eclesial (1987), Se pedirá cuenta. Muerte y figura de Juan Pablo I (1990), El día de la cuenta. Juan Pablo II a examen (2002 y 2005), Memoria histórica ¿Cruzada o locura? (2006). Ha colaborado en Los comienzos de la fe (1990), el libro europeo de catecumenado, y en el Nuevo Diccionario de Catequética (1999). Es autor de un conjunto de canciones que lleva por título Levantaré la tienda (1999).
Fuente: Comunidad de Ayala
Compilación y reedición de Freeman
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